martes, enero 11, 2005

México D.F., metáforas de ciudad

“Las formas enredadas – solemnes, divertidas o grotescas – de la vida en sociedad se identifican ante sí mismas de modo más bien típico: multitudes que se hacen y rehacen cada minuto, carnavales previstos e imprevistos, capacidades adquisitivas, placer por extraviarse en los laberintos de la energía o de la inercia. Aquí la avidez todo lo devora, la resignación todo lo santifica, el relajo todo lo conoce y desconoce a la vez…
…En el centro, el consumo. En el mundo de las grandes supersticiones contemporáneas, la compra y el anhelo de compra se han convertido en el don para reflejarse en el espejo del prestigio íntimo, y, en el juego donde las imágenes son lo esencial, lo que se alaba es la creencia en el consumo (de fe, de atmósferas privilegiadas, de sensaciones únicas, de productos básico superfluos, de shows), al que se califica como fuerza que verdaderamente encauza a la sociedad”
[1]

Leer sobre México para entender su trasegar por la historia más o menos reciente, advierte sobre momentos en los que más que una nación que lucha por unos intereses nacionales, es una nación que entrega todo por la ratificación de su territorialidad.
El orgullo y coraje sentidos al escuchar a un grupo de estudiantes universitarios entonando las notas del Himno Nacional de los Estados Unidos Mexicanos, confirma lo que aparentemente puede entenderse como un inconsciente colectivo, y es el de no dejarse arrebatar ni un centímetro más de lo que todos consideran su amada Patria.

Y es que someterse a la ocupación francesa, la invasión norteamericana y la voracidad europea que perseguía la apropiación de sus recursos naturales no ha de ser motivo de admiración u orgullo sino más bien un punto de partida para lo que en su momento desembocó en dos de los movimientos revolucionarios considerados más importantes dentro del contexto latinoamericano.

La construcción de una cultura mexicana
Ciudad de México muestra lo que aparentemente es la base de una cultura nacional. El museo de Antropología: un recorrido milimétrico por la historia de la humanidad que desemboca inevitablemente en las culturas prehispánicas; el castillo de Chapultepec: una casa museo que relata la historia de frustraciones y derrotas de un país inerme ante invasiones extranjeras, expropiaciones territoriales e instauraciones monárquicas al interior de una sociedad debilitada por la imponente cultura francesa, erradicada en corporeidad pero inmortalizada en el porfiriato; el Paseo de la Reforma: una colección iconográfica que encierra significados distintos para cada uno de los casi veinticinco millones de habitantes de la megalópolis mexicana; el Zócalo: la arena pública en la que se expone la miseria de los desplazados por la violencia en el sur del territorio nacional y el centro comercial en el que se comercian tortillas de maíz, imágenes de la virgen de Guadalupe, mal llamados calendarios aztecas y piedras preciosas que no cuestan más de cinco pesos; el zoológico de Cahpultepec: un oasis inserto en medio de la nada representada por miles de visitantes silenciosos; el metro: la demostración urbana de la sabia ley de la selva según la cual “sólo sobrevive el más fuerte”, o al menos el que empuje con más fuerza; el centro histórico: un marco de referencia donde la noción de centro y periferia se pierden después de la Torre Latinoamericana y la Plaza Garibaldi.

El concepto de Nación y el Sentido Nacional
Sentimientos y sentires parecieran confundirse en el diálogo que suscita el concepto de lo nacional. Y es que contrario a nuestra realidad, el ciudadano mexicano, para sentirse como tal, no encuentra necesario el atravesar las fronteras que delimitan su amplio territorio buscando la identidad perdida en el interior del mismo. O al menos así parece al momento de constatar las multitudes presentes a toda hora y en todo lugar en los sitios más recónditos de la capital mexicana.
Lo realmente valioso en esta caso sería conocer si ¿ la negación a esa necesidad de reconocerse desde afuera toma vigencia y se hace fuerte por el miedo a la renuncia de los imaginarios que ofrece la capital o es que realmente existe una conciencia de que desde fuera no podrá verse nada distinto a lo que vagamente se observa desde el interior?.

“Quedarse en la capital de la república es afrontar los riesgos de la contaminación, el ozono, la inversión térmica, el plomo en la sangre, la violencia, la carrera de ratas, la falta de significación individual. Irse es perder las ventajas formativas e informativas de la extrema concentración, las sensaciones de modernidad (o de postmodernidad) que aportan al crecimiento y las zonas ingobernables de la masificación. A la mayoría, así lo niegue con quejas y promesas de huida, le alegra quedarse, atenida a las razones de la esperanza: Esto se compondrá de algún modo / Lo peor nunca llega / Antes de la catástrofe, lograremos huir. De hecho, la argumentación se unifica: todo, afuera, está igual o peor. ¿Adónde ir que no nos alcance la violencia urbana, la sobrepoblación, los desechos industriales, el Efecto Invernadero?”[2]


Supervivencia a la mexicana
Al contemplar el majestuoso valle que encierra la capital mexicana no logran sospecharse las marcadas diferencias que existen entre lo que son los cerros y la llanura que estos enmarcan. Rumbo a Teotihuacan, la ciudad de las pirámides, se observa una obra que rompe con la continuidad visual del horizonte y marca la frontera entre cielo y tierra.

Los barrios populares, construidos con sacrificio y a sabiendas de lo efímero de sus estructuras, se baten entre las inclemencias de la lluvia, la intolerancia de la fuerza pública y la incomprensión de quienes observan sus ranchos desde el borde del camino. Los paracaidistas[3], llamados así por el resto de capitalinos, históricamente han tomado posesión de las laderas de los cerros convirtiendo el tejido asfáltico en una aparente sábana que cubre silenciosamente el poco verde que aún conserva la ciudad.


Los tres Méxicos
El país, la ciudad y el estado, tres entes territoriales que comparten un mismo nombre pero difieren de la percepción y construcción de las identidades del otro. El país, pluralidad y conjunto, agremiación de chilangos[4] y foráneos, reunidos todos bajo la premisa del patriotismo y la defensa territorial pero detractores y opositores de los que no gozan de lazos idénticos de afinidad social.
El Estado, una pequeña república circundante a la capital, que por su proximidad con esta, pareciera no tener identidad ni gozar de autonomía alguna. Un concepto más amplio que el de ciudad, desfigurado por la que contribuye en un ochenta por ciento con sus indicadores sociales: ingresos per capita, número de habitantes, índices de natalidad y mortalidad, aporte a la economía nacional, contribución al crecimiento del PIB, entre otros.
La capital, mezcla de triunfos y derrotas, espacio para el que llega y lugar de paso para el que va, mixtura de olores, sabores, sensaciones, percepciones e ilusiones. Ciudad donde se mezclan como en coctelera los ricos y los pobres en una danza disimulada de fiesta patria, un monumento al conglomerado, un pretexto para la organización y de la desorganzación, una excusa para el abandono y el encuentro, una ciudad de la que el resto del país habla, denigra y reniega, pero que muchos de los mexicanos, del resto del territorio nacional, anhelan habitar algún día.

Escrito el 27 de noviembre de 1998

[1] MONSIVAIS, Carlos. Los rituales del caos. Ediciones Era. México D.F., 1995. Pág. 15.
[2] Op. Cit. Pág 20.
[3] Con este término se refieren a las personas que de la noche a la mañana se ubican en las laderas de los cerros y construyen habitáculos con plásticos y retales de madera. Según los capitalinos, esas manchas de colores que son sus techos plásticos, asemejan figura de paracaidistas enredados en los árboles.
[4] Término con le que se refieren de forma despectiva a los habitantes de la capital.

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