Recuerdo que en mi época de universidad, una de las cosas más
críticas cuando nos reuníamos en nuestro grupo de estudio, era mi insistencia con
el tema de comer a la hora que correspondía. Si no, mi estado de ánimo cambiaba
y no solo el cansancio se apoderaba de mí, también el mal genio.
Sin embargo, desde que me radiqué en Guadalajara, lo que más
dificultad me ha costado es el cambio de mis hábitos alimenticios. Y no por la el
tipo de alimentos o lo picoso de las comidas. La verdad siempre he sido
proclive al consumo de picante. Lo realmente tormentoso ha sido adaptar mi
estómago a los horarios poco familiares para la ingesta de las comidas.
Para empezar, la hora acostumbrada para tomar el desayuno en
Colombia, está entre las 7:00 a.m. y las 9:00 a.m.; la del almuerzo entre las
12:00 m y las 2:00 p.m. y la comida entre las 7:00 p.m. y 8:00 p.m.
En cambio, en Guadalajara, el desayuno o almuerzo (confieso
que aún me confunde el cómo manejan estas dos comidas), es entre las 9:00 a.m.
y las 11:00 a.m. Entre las 12:00 m y las 2:00 p.m. es común ver que la gente come
un tente en pie y solo entre las 3:00 p.m. y las 5:00 p.m. se come (o lo que en
la #colombianes, como dice mi compañera Gaby Ruiz, es el almuerzo), horario por
demás difícil para mi mente, mi estómago y todo mi cuerpo.
La cena, en cambio (y conste que en Colombia no acostumbraba
comer platos fuertes a la hora de la cena – o mejor conocido como la comida –,
al menos no en los últimos años), los tacos, los chicharroncitos, la arrachera,
los lonches y demás platos fuertes, hacen parte de las costumbres culinarias de
los tapatíos.
Ya llevo semanas de adaptación a estos horarios y, por
ahora, más allá de una ligera pérdida de peso, mi cuerpo responde sin
contraindicación alguna. Al menos eso creo.
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